¡Yo de música no entiendo!
En varias ocasiones he tenido una experiencia desconcertante y hasta descorazonadora al dirigirme a algún intelectual, filósofo, historiador o escritor. Cuando coincides con alguien a quien admiras, tras una conferencia suya por ejemplo, con quien encuentras afinidades de pensamiento, lo menos que esperas ante un comentario o pregunta tuya es una respuesta tan lacónica como «¡Yo de música no entiendo!»
¡Menudo chasco! Pero la expresión no es solo el reconocimiento de su distancia ante la experiencia o el pensamiento musical, ni tampoco solo una especie de antídoto para librarse de incurrir en alguna falta o extravagancia. No, en estas palabras incluso puede detectarse una especie de regusto insolente. Es como si, además de no entender de música alguien se jactara de ello. Como si encerrase algún mérito especial.
El concepto de intelectualidad tal y como hoy lo conocemos surge en Europa a finales del siglo XIX, con el llamado caso Dreyfus, que en 1894 había sido capaz de concitar la reacción conjunta del mundo del pensamiento francés, dando al traste con la unidad Iglesia-Estado. Pero las discusiones sobre música ya se habían generalizado, precisamente en Francia, desde finales del siglo XVII con el enfrentamiento de las tradiciones musicales francesa e italiana, y con a misma polémica de fondo la discusión se reavivó a mediados del XVIII en la famosa querelle des bouffons. Hay que tener en cuenta que muchos enciclopedistas apenas podían considerarse amateurs o aficionados a la música, y sin embargo consiguieron avivar intensos debates en torno al papel de los sentimientos o al significado de la música.
En España, por su parte, los intelectuales de principios del siglo XX no estaban interesados en la música. Sopeña se quejó siempre de la «falta de oído» de la llamada generación del 98. Aunque excepciones las hubo: Pío Baroja tenía una gran cultura musical y Azorín fue un gran aficionado a la música (y admirador de Wagner, a diferencia de Baroja y Valle-Inclán), aunque no nos dejaron textos comprometidos. De Ortega apenas nos llega su ‘Musicalia’, recogida en El Espectador y algunas interesantes reflexiones en La deshumanización del arte. Luego vinieron el texto bastante críptico de García Bacca Filosofía de la Música y otras aportaciones, quizá de menor enjundia, entre muchos vacíos.
Sin embargo, hoy tenemos en España, gracias a Dios, intelectuales que aman la música, que hablan y escriben sobre ella: Francisco Jarauta, Jorge Wagensberg o Gustavo Bueno, Enrique Gavilán o Eugenio Trías (el viernes por fin comencé a leer El canto de las sirenas), … No son muchos, pero se sienten implicados y entre todos están consiguiendo abrir un diálogo fértil entre música y pensamiento.
Creo que en el ámbito de la intelectualidad, la frase que da título a este post definitivamente ha perdido su sentido.
Antonio Narejos