Música rota
El ritmo de vida actual hace que la música nos llegue hecha pedazos. Apenas tenemos tiempo para escuchar con tranquilidad las obras musicales, pero es que desde los medios, y a caballo de las nuevas tecnologías, se nos educa para oír música desde la simplicidad y la inmediatez.
En otra ocasión me mostraba abrumado por la cantidad de sonidos, más o menos musicales, que invaden nuestro entorno, hasta en los espacios más íntimos. El silencio ha pasado a ser un bien preciado, casi en fase de extinción. Pero no solo el silencio, sino también el tiempo necesario para escuchar una obra musical completa.
Nuestras actividades se ven interrumpidas continuamente por llamadas, alarmas, mensajes entrantes, avisos de las redes sociales, etc. (y preparémonos para las gafas de Google, que nos va a meter la publicidad literalmente por los ojos y las orejas). Si queremos mantenernos concentrados en algo, con frecuencia nos vemos obligados a buscar refugios, o simplemente desconectar… lo que no siempre es tan fácil.
El caso es que la música (o mejor, los sonidos organizados) se nos cuelan por todos los rincones y a menudo son el pórtico o el anuncio de una nueva interrupción. Y además tenemos que aprender a reconocerlos (¿es tu teléfono o el mío?).
Pero al mismo tiempo podríamos decir que estamos siendo víctimas de una cierta «estetización sonora» que lleva a que todo a nuestro alrededor suene, envuelto en una máscara sugerente y provocadora.
Muchos de estos sonidos terminan convirtiéndose casi en fetiches, como cuando oímos el tono de Nokia, por ejemplo, en donde casi nadie identifica a Francisco Tárrega, en un fragmento de su Gran Vals, que el guitarrista español compuso hace ya más de un siglo.
Y es que es muy común ver troceadas obras que la gente apenas conoce, como sucede con los primeros compases de la Quinta Sinfonía de Beethoven o con el tema principal del Concierto para Piano nº1 de Tchaikovski, etc. Se reconocen estos fragmentos como sucede con algunos episodios de El Quijote, que pocos han leído entero, pero la mayoría de quienes dicen adorar el “Canto de la alegría” no han tenido la paciencia para escuchar los 75 minutos que dura la Novena.
Hoy predomina una «estética del fragmento», pero al partir la música sustraemos el sentido y el valor de la obra. Hay una aceptación indolente de la faltad del tiempo necesario para escuchar música, como lo hemos entendido hasta ahora.
Fragmentar desorienta y en muchas ocasiones terminamos atribuyendo otros significados a los trozos independizados de algún modo de su origen globalizador, atomizando la música en estructuras cada vez más esquemáticas.
¿Se trata de restituir los trozos a la totalidad de la que proceden o pueden éstos estar señalando nuevos caminos sobre el sentido de la música y de cómo la sociedad la recibe? ¿Estaremos condenados a seguir irremediablemente este camino de la fragmentación?
Quizá tendremos que conformarnos con la nostalgia de la totalidad perdida, o puede que de estos fragmentos salgan realidades nuevas, aunque no necesariamente unitarias.
¡Me está entrando mareo, necesito un poco de paz! Voy a seguir trabajando al piano la «Arietta» de la Sonata Op. 111 de Beethoven.
Antonio Narejos