La Música ¿un lenguaje universal?
La música como lenguaje universal es una de esas ideas desgastadas que habría que matizar para rescatarla del lugar común al que la hemos condenado por el uso. Si nos paramos a pensar lo que queremos decir con ella, apenas nos encontraremos con un simple estereotipo vacío de contenido.
Siempre me ha llamado la atención la fuerza de la música para dar cohesión a grupos de individuos y hasta pueblos y naciones enteras. Su capacidad para integrarse con las vivencias del hombre, para adquirir un valor simbólico o convertirse en seña de identidad, son potencialidades que al mismo tiempo encierran su punto débil cuando se trata de otorgarle un valor universal.
Cada grupos sociales tiende a desarrollar sus propios códigos que van desde jergas y rituales, hasta los iconos y rasgos distintivos en su look particular. El papel de símbolo, casi fetichista, que la música llega a adquirir le permite representar los valores propios del grupo y a ser usada como hecho diferencial, contribuyendo a mantener la cohesión de sus integrantes. Pero esa cohesión se consigue a costa de crear círculos casi herméticamente cerrados y a menudo excluyentes entre sí.
La música que sirve de estímulo a unos, a otros les irrita. La que no es aceptada como propia sencillamente es ignorada, cuando no despreciada. No hay más que observar las pasiones y rechazos que despiertan intérpretes, estilos o eventos sociales en torno a músicas de muy distinto perfil. En ningún caso aspiran a abrir fronteras sino, a lo sumo, a captar adeptos, como históricamente han consumado la política, la religión o el mercado, tratando muchas veces de manejar la música como fórmula de aculturación o simplemente como recurso para conseguir el poder.
Las distancias las marcan en buena medida factores culturales, educacionales o generacionales de gran profundidad. No resultará fácil sentar en la misma mesa para hablar de música a un devoto de Beethoven, un entusiasta de Stockhausen, un seguidor de Beyoncé y un aficionado a la copla española. Y en este contexto el folklore de los pueblos es el gran olvidado, incluso relegado a un mero exotismo marginal por parte de las corrientes musicales dominantes.
Pero hay más. Las capacidades perceptivas del oído y los mecanismos por los que damos sentido musical a los sonidos que oímos no son en absoluto universales. Las escalas, ritmos, armonías o sonoridades de un entorno cultural no son fácilmente asumibles por el resto. La escala de 22 srutis hindú no puede reducirse a los 12 semitonos occidentales, y aquéllos son percibidos por éstos como simples desafinaciones. Lo mismo sucede con las estructuras y sonoridades de algunas músicas islámicas y orientales, o con el propio flamenco, dondes se emplean microintervalos melódicos, conglomerados armónicos, recursos tímbricos y expresivos o simplemente el valor relativo del silencio.
Conceptos como el de universal aplicados a la música parecen buscar más la uniformidad que el respeto por la diferencia, apoyándose antes en la imposición que en el diálogo inter-musical. Eso es lo que encuentro en el absolutismo de nuestra música clásica. Son restos de culturas imperialistas de las que nuestras sociedades modernas aún son deudoras.
Seguimos en parte atrapados en el prejuicio egocéntrico del hombre occidental por el que a menudo nos consideramos en poder de la verdad trascendente, atribuyéndonos la potestad de medir y valorar el conjunto de la humanidad a nuestra imagen y semejanza.
Aprendamos a amar las músicas de los demás y a convivir con ellas, sin imponer nuestros esquemas de conocimiento y comportamiento, por muy sofisticados y sublimes que puedan ser.
Antonio Narejos