El Blog de Antonio Narejos

La humildad del científico o la vanidad del artista

14 Feb 2009 | Creación

Siempre he admirado la actitud humilde del espíritu científico, que necesita comprobar rigurosamente sus hipótesis y sometidas a experimentación. Solo las que consiguen superar las pruebas más exigentes son consideradas dignas de ser presentadas en sociedad. El resto se desechan o bien son reemplazadas por otras.

El espíritu del artista procede de modo muy diferente. En muchos casos el primer ensayo podemos verlo ya colgado en una sala de exposiciones o puesto sobre un escenario. Otros artistas siguen procesos creativos arduos y concienzudos, más parecidos a los de la ciencia, aunque independientes de ella. Pero los hay que visten su obra con una apariencia científica, pero en realidad no hacen ni una cosa ni la otra.

Ejemplo: Supongamos que un compositor tiene la idea de transportar la quinta Sinfonía de Beethoven 50 octavas más alto.  Lógicamente no hay instrumentos capaces de interpretar esta proeza, pero un sencillo ordenador sí. ¿Qué pasaría? Pues que el La de 440 Hz pasaría a tener una frecuencia de 22.000 Hz, y se situaría en el terreno de los ultrasonidos. Ningún ser humano podría oírlo, ya que cualquier sonido por encima de los 20.000 Hz está fuera de sus capacidades perceptivas. Y entonces, ¿de qué serviría un proceso creativo tan sofisticado para un resultado como éste?

La diferencia entre las dos actitudes radica en que la investigación científica se hace en el marco de teorías que dan sentido a cualquier concepto específico en su interior y, como diría Mario Bunge, les dota de consistencia semántica. Las teorías son pues sistemas de ideas relacionados entre sí de forma muy compacta, sin cuya definición, por muy elemental que ésta sea, no es posible ningún tipo de experimentación.

El arte del siglo pasado, por su parte, carecía de marcos de referencia. Nadie pensaba que era necesario dar legitimidad a una manifestación artística determinada. Sencillamente todo valía. En otras épocas se definieron estilos que ofrecían modelos ideales capaces de orientar tanto a seguidores como a transgresores. Los estilos ejercían como verdaderos paradigmas científicos. Pero desde que en 1952 Boulez mató a Schoenberg, los estilos alcanzaron progresivamente tal grado de efervescencia que llegaron a provocar su propio colapso. El artista actual ya no necesita teorías, o a lo sumo puede servirse de alguna teoría ad hoc para tratar de dar mayor calado a su obra.

El anuncio de El fin del arte hecho por Arthur C. Danto en 1984 no suponía sin embargo un certificado de defunción. El sentido de la tesis de Danto no implicaba la imposibilidad de cualquier forma de arte, sino que «cualquier nuevo arte no podría sustentar ningún tipo de relato en el que pudiera ser considerado como su etapa siguiente»[1]. Lo que anunciaba en realidad es que el arte ya no podía ser entendido como lo que se había tenido como tal hasta entonces y que, de algún modo, la historia del arte había quedado clausurada.

En este sentido es posible afirmar que las formas de arte tradicionales, y la música entre ellas, hace tiempo dejaron de progresar. Durante las últimas décadas del siglo XX la historia de la música se fue congelando en la medida que cualquier nuevo lenguaje quedaba agotado irremediablemente en sí mismo. Y en ese impasse nos encontramos todavía hoy, al término de la primera década del siglo XXI.

Por el momento solo es posible hablar de cronologías y de inventarios escritos sobre la arena. Pero quizá algún día estemos en disposición de construir teorías que abran nuevos horizontes al arte del mañana.

Antonio Narejos

Notas:

[1] Danto, Arthur C. Después del fin del arte: el arte contemporáneo y el linde de la historia. Barcelona: Paidós, 1999, pág. 27.

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