El Blog de Antonio Narejos

Algo se gana, algo se pierde

19 Mar 2009 | Vivencias

El progreso no siempre es sinónimo de perfeccionamiento. O si se quiere, cualquier mejora lleva siempre consigo alguna renuncia, la pérdida de algún valor.

Al menos en cuanto al sonido se refiere, cada avance tecnológico se lleva por delante calidades a cambio de otras ventajas que de algún modo justifican su aceptación generalizada. Y lo malo es que terminamos por acostumbrarnos casi sin darnos cuenta. Generalmente se antepone la cantidad a la calidad, la inmediatez a la consistencia, el coste al valor. La compresión con pérdida del MP3, con el ahorro de espacio y de tiempo en las descargas de Internet, lo que nos permite  conseguir y escuchar la música deseada en cualquier momento y en cualquier lugar, supone hoy uno de las mayores paradojas en este sentido. Tenemos más aparatos y más tecnología, pero la gente oye peor la música y eso parece no importarle demasiado.

Cuando se produjo el paso de los disco de vinilo a los Compact Disc, muchos melómanos se quejaron de cierta homogenización y estandarización del sonido. De pronto se habían suprimido matices sonoros genuinos. A pesar del rozamiento de la aguja y otras alteraciones propias de los tocadiscos, quienes preferían los viejos vinilos sentían que con los nuevos CDs les habían robado una parte importante de esa autenticidad de la que el sonido digitalizado carecía.

Hace solo unos años descubrí la calidad sonora más sorprendente que nunca antes había escuchado en un disco. Era una tarde de verano en casa de mi amigo el gran guitarrista Ignacio Rodes, alrededor de su gran EMG gramophone de 1923. Junto a este espectacular gramófono que recibió del compositor inglés William Bardwell, discípulo de Nadia Boulanger y de Solomon, contaba con una colección de más de cien discos de pizarra. Estuvimos escuchando a Francesco Tamagno (el tenor al que Verdi dedicó su Otelo), a María Barrientos y al mítico pianista Solomon, entre otros.

¿Cómo podía creer lo que estaba oyendo? El ruido de las agujas de espina de acacia sobre los discos de pizarra era realmente notable. Pero aquella tarde tuve una experiencia reveladora, lo más parecida a estar escuchando a aquellos intérpretes en vivo. En un momento en el que HiFi (High Fidelity, o alta fidelidad) representaba ya el estándar de la máxima calidad sonora, haber escuchado aquel gramófono me hizo sentir que algo fundamental en la reproducción mecánica se había perdido para siempre.

Algo similar ha sucedido a lo largo de la historia con la evolución de los instrumentos musicales. En el caso del piano, la incorporación del armazón de hierro fundido en una sola pieza a finales del siglo XIX permitía mantener la tensión de las cuerdas con mayor firmeza, lo que propiciaba una afinación más estable del instrumento. Sin embargo el sonido resultante era ya más metálico. En 1922, Albert Blondel en un artículo de la Encyclopédie de la Musique et dictionnaire du conservatoire de París, recogía la controversia de la época ante esta mejora técnica en la construcción y  su contrapartida sonora. Ahí mismo se preguntaba si «lo que se gana por un lado compensa lo que se pierde por otro» [1]. No obstante ya por entonces los constructores apostaban en su mayoría por esta modificación y hoy, lógicamente, nadie se plantea que las cosas puedan ser de otro modo.

El incremento de la longitud, la tensión y el grosor de las cuerdas, como su distinta composición material, hacen que el piano moderno tenga un potencial sonoro mucho mayor que el de hace dos siglos. Pero al mismo tiempo, esta mayor intensidad y densidad  sonora hace que su timbre sea menos claro y menos rico en armónicos.

Paul Badura-Skoda en su libro sobre la interpretación de Mozart al piano, dedica todo un capítulo al problema del sonido, con una atención particular a cómo enfrentar las grandes diferencias sonoras ofrecidas por los pianos actuales frente a los fortepianos de la época: «En la comparación con un piano de Mozart o de Beethoven, los pianos del siglo XIX y los que tenemos en el XX con mayor razón, no solo tienen un sonido más fuerte, sino también más oscuro y, generalmente, más sordo» [2].

Recientemente la orquesta murciana de instrumentos del siglo XVIII, L’Incontro fortunato, desarrolló un taller de trabajo en el Conservatorio Superior de Música de Murcia. Algunos alumnos y profesores incluso llegaron a poner cuerdas de tripa a sus violines y se animaron a tocar con ellos. La experiencia fue fascinante. Los instrumentos históricos hacían que la misma música que otras veces habíamos escuchado en vivo, sonara ahora con un carisma particular: la magia de lo auténtico, una mayor naturalidad en la expresión y transparencia en la sonoridad. Lo viejo nos sonaba radicalmente nuevo. Escuchar a Lorenzo Coppola interpretando en un clarinete de amor el Concierto en La de W. A. Mozart era escuchar otra cosa. Ese era el sonido más parecido al que compositor conoció, producido en los mismos instrumentos para los que su música fue concebida.

Todavía hay momentos en los que, como por arte de magia, podemos deshacer el progreso, reponiendo lo que el tiempo nos ha ido quitando y reencontrarnos con los sonidos vírgenes. Pero para disfrutar de los instrumentos antiguos o de un viejo gramófono no hay que desarrollar nuevas capacidades o formas estravagantes de escucha. Simplemente hay que dejarse llevar por las sensaciones, haciéndonos oídos nuevos y despojándonos de todo prejuicio.

Antonio Narejos

Notas:

[1] Albert Blondel. «Le piano et sa facture», en Lavignac, Albert. Encyclopédie de la Musique et dictionnaire du conservatoire. Paris: Delagrave 1927, pág. 2069.

[2] Eva y Paul Badura-Skoda. L’interpretazione di Mozart al pianoforte. Padua: G. Zanibon, 1981, pág. 71.

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